Cierro los ojos. Mi cuerpo está flotando en medio del espacio. Protegido, como todo cuerpo humano —Así lo intuía, así lo sabía— por una coraza que nos insensibiliza y permite ser funcionales. Una coraza que nos protege de estar en contacto directo con el Todo, el Uno, el Mundo.
El universo pone sus manos en mi pecho, me quita la coraza y —Adiós ego— quedo desnudo frente a su inmensidad.
El resto fue un delirio —O demasiada claridad—. Angustia, euforia. Descubrí esferas, círculos y ciclos. Estrellas, planetas, satélites. Galaxias, agujeros negros. Pensé que enloquecía, que me estaba muriendo. Sentí que me moría diez veces y que volvía a nacer. Me sentí en contacto directo, pleno y desnudo con la Totalidad. Sentí que me atravesaba el Om, Dios mismo. Una flecha, una aguja de oro.
Agarro una libreta y un lápiz y empiezo a escribir. Escribo por horas. Seis u ocho. Mi letra pasa de legible a ilegible. Observo el Todo en movimiento, el Mundo conectado, el Uno en el Todo y el Todo en el Uno. Comprendo los movimientos del universo y su inmensa totalidad, que el bien y el mal son dos caras iguales, la ilusión de la separación.
Me vuelvo sobre mí mismo y me abrazo. Observo mi interior y veo lo mismo que afuera: planetas, satélites, estrellas. Me doy cuenta de que mis sentimientos, mis emociones y mis intuiciones están compuestos por el mismo Todo que compone a los animales, a las piedras y a los pensamientos. Que no hay diferencia entre piedra y emoción, entre planeta y pensamiento, entre planta y arena. Que el tiempo lo transforma todo y el ciclo se reinicia. Pero que a su vez la piedra es piedra y la emoción es emoción. La paradoja del uno y el dos que son un mismo número y son dos números diferentes. En medio de mucho miedo y mucha euforia creí haber alcanzado —¿O alcancé?— la iluminación.